Los Héroes de la Clase Obrera (Reino Unido, 1982-1985)
En solo tres años, la exitosa escena de los "bedroom coders" británicos logró hacer algo que todavía le cuesta a la industria: hablar de clase social desde los videojuegos.
El gaming comercial es escapismo. Fantasías de poder. Portales a otros mundos y todo eso.
O por ahí es un poco más.
A principios de los ‘80, una comunidad informal de desarrolladores británicos de clase media y baja logró acceder a computadoras personales que, por única vez en la historia, estuvieron al alcance de la mano de casi cualquiera. Los juegos que hicieron en esos garajes, sótanos y dormitorios adolescentes sobreviven como un registro de una escena vehemente, heterogénea, ferozmente local.
Los desarrolladores ingleses de la época elegían representar el mundo que los rodeaba. Un poco por instinto, un poco para diferenciarse del producto norteamericano y japonés. Crearon personajes que reflejaban los conflictos sociales del momento. Recrearon espacios urbanos que habían recorrido mil veces. Nos dieron historias que representan un faro. Un camino, o una advertencia, que la industria de hoy no debería ignorar.
1. Tierra de Garage
El desarrollo de videojuegos nunca fue particularmente democrático, pero en los primeros años de la industria estaba limitado a dos grupos.
Por un lado estaban los pioneros de los arcades y las primeras consolas, que a lo largo de los ‘70 sentaron las reglas básicas de cómo se diseñaba y comercializaba un videojuego.
Por el otro lado estaban los estudiantes de sistemas y carreras similares, que usaban fuera de horario los laboratorios de universidades para crear bocetos de juegos de código abierto, que crecían pasando de mano en mano, como las aventuras de texto ADVENT (1975) y Zork (1977).
A finales de los ‘70 empezaron a aparecer las primeras computadoras personales en los países más avanzados tecnológicamente, pero los valores eran prohibitivos. Una poderosa Atari 800 costaba mil dólares (unos 3.500 ajustados a la inflación), una Apple II era todavía más cara. La IBM PC original de 1981 valía 1.565 dólares (4.400 ajustados). Las populares PC-8000 de NEC, que dieron inicio a la industria del RPG en Japón, valían casi lo mismo. Era un hobby caro.
Pero no en Inglaterra.
En 1980 la empresa Sinclair Research lanzó la ZX80, una computadora personal diseñada alrededor del microprocesador de bajo costo Z80. Sinclair no era un startup tipo Apple o un titán de la tecnología como IBM, sino una empresa que giraba alrededor de la personalidad de su excéntrico fundador Clive Sinclair. Después de una década de éxito con calculadoras científicas y radios portátiles, Clive estuvo al borde de la bancarrota con Titanics de la tecnología como el carísimo reloj LED (¡en 1975!) Black Watch y un televisor portátil que le costó medio millón de libras a la compañía.
Pero la Z80 no era un “gimmick”. El procesador era poderoso y flexible, y a pesar de sus limitaciones (teclado de goma, imágenes en blanco y negro de baja resolución, tendencia a sobrecalentarse) la máquina ofrecía una relación precio-calidad insuperable. 100 libras de 1980, o unos 550 dólares de hoy. 40 menos que lo que costaba la consola más popular del momento, Atari 2600 (que ya tenía varios años en el mercado)
Casi de inmediato la Z80 de Sinclair generó una escena de programadores independientes, aunque nadie los llamó así en su momento. El nombre que eligió la prensa era el de “bedroom coders” o “programadores de dormitorio”, un juego de palabras con el rock de garage de décadas anteriores.
Adolescentes y adultos con mucho tiempo libre, listos para estudiar el (aparentemente, excelente) manual del lenguaje de programación BASIC que venía incluído en la caja de la computadora y compartir conocimiento en revistas que dedicaban la mayoría de sus páginas a largos listados de programas que el usuario debía escribir a mano.
ZX80 dio paso a ZX81, que en 1981 logró insertarse en las escuelas del Reino Unido, junto a la ligeramente más cara y mejor construida (pero no mucho más poderosa) BBC Micro. En abril de 1982 Sinclair lanzó la ZX Spectrum, y pasó de ser la empresa favorita de los hobbistas a un fenómeno popular.
Los bedroom coders empezaron haciendo lo obvio: copiando los arcades. Entre 1980 y 1982 llovieron los clones de Space Invaders, Pac-Man, Donkey Kong. Pero en vez de irse por el lado de la fantasía, estos diseñadores adolescentes buscaban su inspiración en la vida cotidiana.
En su crónica de este período Speccy Nation, Dan Whitehead señala como el precursor de esta moda a Horace Goes Skiing (1982), a simple vista un clon de Frogger, habla de la “dignidad trágica” con la que se mide el valor de la vida de su personaje.
Horace solamente quiere alquilar unos esquís y disfrutar sus vacaciones, pero los puntos de este “moroso testículo incorpóreo” (palabras de Whitehead) se miden en dólares. Con cada accidente se acaba su dinero, y si se acaba su dinero, se acaba su vida. La ambulancia pasa sin molestarse por rescatarlo. “No money no ski.”
2. Hitsville UK
El valor de los juegos era proporcional al de la plataforma. El precio estándar era £4.99 (£13 actuales, unos 17 dólares), y había una línea entera de juegos “budget” que costaban solamente £2.99. Los más caros (los de estudios como Ultimate o la condenada Imagine) costaban 10 libras, pero se reeditaban casi de inmediato en versiones económicas.
La vida cotidiana parecía ser eternamente fascinante para los bedroom coders, y los juegos más recordados del catálogo de Spectrum tienen protagonistas de clase media y media baja. Obreros, buscavidas, alumnos de escuelas públicas.
Skool Daze (1984) por ejemplo, es una comedia adolescente, pero a diferencia de arcades ambientados en colegios como Mikie (de Konami, del mismo año), hay una sensación de que hay un mundo más allá del jugador, con sus propios ritmos y rutinas. El arcade clásico es pura estimulación, con la atención puesta siempre en el protagonista, pero el alumno de escuela sabe que el que zafa de las torturas cotidianas de maestros o compañeros es el que llama lo menos posible la atención. Y el que ve una imagen de Skool Daze seguramente ni sepa cuál es el personaje que el jugador está controlando.
Antes de Paperboy (1985), una fantasía norteamericana digna de Norman Rockwell, Inglaterra tuvo a Trashman (1984). El protagonista tiene que correr atrás de un camión que nunca lo va a esperar, cargando basura a toda velocidad. Como en Horace Goes Skiing, los puntos se convierten en dinero, y no hacen otra cosa que bajar con cada error, hasta que llega el inevitable despido.
Pero es imposible hablar de la escena británica sin nombrar a Manic Miner (1983), un Donkey Kong despojado. El protagonista, Miner Willy, no tiene princesa que rescatar ni mono que derrotar, sino una serie de niveles cada vez más peligrosos. Lo único que quiere es escaparse de estas cavernas. La secuela, Jet Set Willy (1984) lleva la comedia a un estilo Monty Python, con referencias directas como el pie que aplasta a Willy al final de cada nivel. Willy escapa de las cavernas del primer juego con un tesoro que vale fortunas, pero su vida de millonario también es una tortura. Después de una fiesta decadente, su propia casa se rebela contra él.
No es casualidad que Willy sea un minero. Desde el principio de la década se dieron conflictos entre los sindicatos mineros y el gobierno de Margaret Thatcher, que culminaron en la huelga de 1984-85. Un quiebre que se hizo eco en la cultura pop, desde la música de The Smiths y Sting, hasta las películas de Ken Loach y, de rebote, el gaming.
Peter Harrap, hijo de uno de los mineros afectados por los conflictos laborales, diseño a los 19 a Monty Mole, una mascota a lo Mario que protagonizaría una larga serie de juegos de plataformas. Pero mientras Mario es plomero de nombre, Monty trabaja de minero, y en su primer juego Wanted: Monty Mole (1984) decide cruzar los piquetes e ir contra su propio sindicato para alimentar a su familia en medio de la huelga. La mirada de Harrap no era políticamente muy compleja, pero introducir un tema social vigente a un juego no tenía precedentes. Monty tuvo varias secuelas, menos agudas pero más comerciales.
Los juegos de Wally Week de Mikro-Gen iban por el costumbrismo, una sátira de la vida cotidiana protagonizada por trabajadores. Hasta hay un plomero, pero no rescata princesas exactamente. En el genial Everyone’s a Wally (1985), el protagonista debe robar un banco para pagar a sus empleados en una épica suburbana que se ríe de la vida gris de un típico pueblo británico.
El jugador no solo controla a Wally, sino a varios personajes más, en una mezcla de aventura gráfica y juego de plataformas que se haría muy popular en la Inglaterra de los ‘80. La velocidad de ZX Spectrum no se prestaba para arcades frenéticos, y los juegos de la época mezclan saltos moderados con mucho texto. Un equilibrio entre narrativa y acción que resulta muy influyente en indies modernos como Night in the Woods (2017).
3. Perdido en el Supermercado
Monty Mole y Wally Week eran los “héroes de la clase obrera” que conquistaron al público. Caricaturas costumbristas que se reían de una retórica partidista que buscaba convertir al trabajador en criminal. No estaban muy lejos del humor popular de la radio y la televisión, y la conexión con la realidad no implicaba un comentario social. Sus creadores eran adolescentes y (al menos en ese momento) apolíticos (aunque hay algo intrínsecamente político en el acto de apropiación de convertir a Mario y Frogger en mineros y mecánicos.)
Pero con el paso de los años los bedroom corders se volvieron más ambiciosos, y entre los muchos juegos que hablan de clase social hay dos bastante sofisticados, que tienen una relación más compleja con la sociedad que reflejan. Eligen alejarse de la acción y usar sus sistemas como crítica. En términos de diseño, son los que más se parecen a los indies actuales.
Hampstead, al norte de Londres, era en los ‘80s el barrio de moda de la clase alta. Y Hampstead (1984), la aventura de texto de Melbourne House para ZX Spectrum, satiriza el camino de un desempleado que a través de accidentes y confusiones sube en una escala social controlada por las apariencias. El humor es ácido y los puzzles crueles en un retrato fiel de la Inglaterra de Margaret Thatcher.
El juego es puro texto, sin imágenes. Pero el manual está cargado de ilustraciones, consejos para simular mejor en el entorno superficial de Hampstead, un mapa hilarante, y hasta un cupón para que el que termina la aventura reciba por correo un diploma de “trepador social.” En Internet Archive se puede jugar una muy buena traducción al español de 1990.
Frankie Goes to Hollywood (1985) está (teóricamente) basado en la banda, y en su disco conceptual Welcome to the Pleasuredome. Frankie era un fenómeno en ese momento gracias a su éxito Relax (Don’t Do It), y casi por accidente, el sello Ocean había conseguido la licencia. Ocean no era una empresa particularmente ambiciosa. Sus juegos (muy exitosos) eran adaptaciones de arcades o colecciones de minijuegos basados en películas.
Los miembros de Frankie no estaban particularmente interesados en el gaming, y tenían una sola exigencia: el juego no podía ser sobre la banda. El estudio Denton Designs (sobrevivientes del colapso de Imagine) tomó la licencia, y la encargada de adaptar las letras del grupo a una narrativa fue Ally Noble, fanática del grupo y también oriunda de Liverpool.
Quizás por eso el juego transmite con tanta potencia una construcción de espacio única para la época. El jugador recorre una Liverpool digital (rebautizada Mundanesville) recogiendo distintos objetos que otorgan “puntos de placer”, y aumenta el porcentaje de cuatro características que “te hacen una persona”: sexo, guerra, amor, placer. Denton Designs usa la iconografía de la banda para comentar sobre lo absurdo de la misma cultura de consumo que celebra. O parodia. Es difícil pelar las capas de ironía del pop inglés. Ah, además hay un asesinato.
Hay algo de la abstracción de The Sims en Hampstead y Frankie. Reírse de una sociedad en la que la felicidad se mide por lo que tenés, y a la vez revelar que los sistemas de desafío y recompensas de cualquier juego se parecen mucho a las picazones ficticias que rasca el consumismo.
4. Rock de la Revolución
Las mascotas de la clase obrera eran oportunas. Los juegos que hablaban de nuestro lugar en la escala social eran sátiras abstractas. Pero en la misma época, un diseñador reconoció el poder que el gaming tenía para hablar del mundo en que vivimos. Y lo usó para expresar la bronca de Joe Strummer o de Ken Loach. Un ambientalista punk-pop.
Tony Gibson, mejor conocido como “Gibbo” era un programador prodigioso que en 1982 empezó a trabajar en el estudio Taskset en juegos de Commodore 64 (otra computadora personal, norteamericana, que fue bajando sus precios en el Reino Unido para poder competir con el éxito de Spectrum).
Al año Gibbo ya estaba diseñando rarezas como el proto juego rítmico Jammin’ (1983) que hacía referencias a la escena reggae y los inmigrantes jamaiquinos, y el sidescroller (¡sin botón de ataque!) Bozo’s Night Out (1984), sobre un borracho que tiene que volver a su casa esquivando policías, viejitas indignadas y hooligans.
El estilo de Gibbo era la agresión constante a los sentidos, como si quisiera llevar a tu casa no solo el arcade sino la atmósfera del arcade. Commodore ofrecía muchas más posibilidades para jugar con el color y la música. Taskset era el estudio de moda, y Gibbo se animó a hacer (lo que debe ser) el primer videojuego punk. Tosco, pero brillante. Vulgar, pero políticamente comprometido.
Seaside Special (1985) está dividido en dos fases. En la primera el jugador recorre una playa contaminada por una planta nuclear (una referencia al incidente Sellafield), recogiendo algas que luego lanzará a los verdaderos responsables: la clase política que permitió el desastre, aunque el juego los disfrace de la raza alienígena “polytikians”. Rostros reconocibles como Norman Tebbit (líder del partido Conservador), Nigel Lawson (responsable de la política de privatización que desembocó en las huelgas de mineros), y claro, Margaret Thatcher.
Andy Walker, presidente de Taskset, dependía del talento de Gibbo pero estaba cada vez más preocupado por su activismo. Seaside Special fue un fracaso (aunque sólo tenemos el lado de la historia del estudio) y Walker aprovechó las bajas ventas para sacarse de encima a Gibbo. Gibbo lo tomó como un desafío y lanzó con el titán del retail Virgin la fantasía hip hop Ghetto Blaster (1985), llena de referencias a la música que inspiraba al desarrollador, de Talking Heads a Bob Dylan.
Gibbo siguió jugando al rockstar del gaming. Quiso vender a Domark un juego de la banda Sigue Sigue Sputnik por 85.000 libras (lo sacaron a patadas). Como Bowie, intentó reinventarse como ícono yuppie con Beat It! (1987) una secuela desganada de Jammin’ para pagar las cuentas. Y mientras, se comprometía más y más con la ecología.
Su último juego es el más personal: Rainbow Warrior (1989), una colorida colección de minigames basados en misiones reales de Greenpeace, que presentó el juego en el barco que le da nombre. Pero en los ‘90 un programador de Commodore no tenía donde ir en la industria. Gibbo desapareció en el éter durante décadas y resurgió en 2012 con un canal de YouTube que rescata la banda sonora de sus juegos.
En una entrevista para la revista Retro Gamer de 2013, Walker parece albergar todavía un resentimiento contra Gibbo, al punto en que los redactores proponen que arreglen las cosas con una cerveza. Pero no hubo reunión. En ese mismo año Tony Gibson murió de cáncer. Son pocas las historias punk con finales felices.
5. Estoy Tan Aburrido de los Estados Unidos
La escena de los “bedroom coders” desapareció de la noche a la mañana. Spectrum resistió hasta 1989, pero los éxitos ya no eran las mascotas de la clase obrera sino las mismas caras de siempre: Batman, Robocop, Golden Axe. Licencias de cine norteamericano y conversiones de arcades japoneses. Productos fáciles de vender a un público masivo y que reemplazaron sin problemas a la industria local.
Como ilustró el colapso de Imagine en 1984, los bedroom coders no eran grandes empresarios, y los estudios más importantes (Bullfrog, Core Design, Psygnosis) terminaron absorbidos por grupos corporativos que los exprimieron y cerraron en pocos años. El único que sobrevive, y que muestra influencias de cada uno de los juegos de esta lista, es Grand Theft Auto de Rockstar (ex-DMA Design).
El gaming de Japón tiene poco en común con el de Estados Unidos, pero en sus ficciones populares comparten una regla no escrita: de clase social no se habla. Y eso se nota en sus juegos. En la fantasía de poder no hay lugar para el que vive de un sueldo, más que como los aldeanos que salva el héroe o los pobres tipos que saltan a los lados cuando uno maneja sobre la vereda en un GTA.
Durante años esta visión también se tradujo al indie. Hasta juegos que ponen trabajadores en su centro como Cart Life, Hotline Miami 2 o Papers Please tienen un olorcito miserabilista. Manipulación disfrazada de conciencia social. Pero de a poco el gaming independiente está poniendo en su centro al vulnerable sin tanto chantaje emocional. Night in the Woods es una excepción notable, lo mismo que los segmentos menos líricos de Kentucky Route Zero y la sátira (al principio sutil, luego feroz) de Universal Paperclips.
Se puede trazar una línea entre los indies de 1984 y los de 2014. Dos comunidades activas, vibrantes, que vieron un hobby convertirse en un negocio. El despertar político y social de la escena actual quizás esté relacionado con campañas de odio en las que no había otra opción más que tomar partido. GamerGate de forma directa, pero también Brexit y la era Trump, que marcan la amenaza de una avanzada de la ultraderecha que hace imposible separar la ideología de la obra.
La industria del AAA le tiene terror a cualquier manifestación política, aún en juegos que parecen expresar ideas anticapitalistas como Watch Dogs Legion o The Outer Worlds. Pero hay algo de esa escena británica en juegos como Pathologic, Tonight we Riot (foto), Sunless Skies, Not for Broadcast y en especial en Disco Elysium, quizás el más exitoso de los juegos recientes que toman posición política. En autores de “art-games” que están alejados de la escena comercial como Porpentine o Paolo Pedercini. En escenas más cercanas al fanzine como Bitsy y Twine. Los bedroom coders pueden dormir tranquilos.
DATA EXTRA: Si querés saber más sobre esta proto escena indie británica de los ‘80, hay dos grandes capítulos del podcast argentino Modo Historia llamados “Las Inversiones Inglesas” que profundizan sobre el contexto social, político y académico de la época. Para entender las circunstancias en las que los “bedroom coders” trabajaban, no hay nada mejor que la serie de documentales From Bedrooms to Billions. La información específica sobre Monty Mole viene del libro A Gremlin in the Works de Bitmap Books, y aunque hay varios libros excelentes sobre este período de la historia del gaming británico, los más interesantes son el ya citado Speccy Nation de Dan Whitehead o los capítulos correspondientes de Replay: The History of Video Games de Tristan Donovan.