Histeria de la Piratería: propaganda corporativa en la prensa de videojuegos
La industria del gaming está en peligro, y la responsabilidad de salvarla es del consumidor... O al menos, ese es el argumento de los últimos 40 años.
El primero de marzo de 1986 es un día clave en la industria española del gaming.
Ese sábado de invierno tomó lugar la primera gran redada en el “Rastro”, la enorme feria madrileña en la que hace cientos de años se venden baratijas, artesanías, ropa, y (claro) toneladas de piratería. No fue la primera razzia en este mercado, pero sí fue la primera en responder a una denuncia de ANEXO, Asociación Española de Empresas Fabricantes de Software para Ordenadores.
En cuestión de horas se secuestraron 11.000 cassettes de videojuegos, principalmente software de computadoras hogareñas como Amstrad y Spectrum. El valor promedio de venta al público de estas copias piratas era de 250 pesetas (unos dos dólares en 1986). Los originales, mientras tanto, podían costar entre 1800 y 2000 pesetas.
El objetivo de esta redada no fue terminar con la piratería. Los miembros de ANEXO sabían perfectamente que a los dos días los mismos vendedores volverían al Rastro, quizás con un perfil más bajo. La meta real de la organización (y de su miembro más prominente, Francisco Pastor de la poderosa distribuidora ERBE) era demostrar que la piratería era un crimen y tenía un castigo. No querían asustar a los vendedores, sino al comprador.
El País, el diario más vendido de España, publicó en julio de ese año un informe con entrevistas a Pastor y otros miembros de ANEXO que replican cifras, al menos, dudosas. “El 80% de las copias que circulan en España son piratas” decía Pastor, y agregaba que “no solo se perjudica con esto a los empresarios, sino sobre todo al usuario, porque el proceso de copiado tiene un alto riesgo de fallo, y el ordenador que reproduce el programa se niega a leerlo si encuentra un error.”
Los argumentos de Pastor podrían ser de 1986, 2006, o de esta semana. Son los mismos presagios que el lector de prensa de videojuegos conoce de memoria.
La industria está en peligro, dice Pastor. Las 200 empresas que forman el mercado están en riesgo de cerrar. Los 1500 jóvenes que emplean podrían perder su trabajo. Regulación, criminalización, victimización de sus propios empleados y, como es usual, el intento de reclutar al consumidor en una guerra corporativa.
La sección de tecnología de un medio masivo no suele cuestionar mucho a sus entrevistados, pero los medios especializados no se quedaban atrás. En el número 70 de Microhobby se celebra la intervención policial con bombos y platillos y se detallan los problemas legales a los que podrían enfrentarse los piratas en lo que parece una gacetilla de prensa de ANEXO. Es más, en otras entregas del mismo año (93 y 103) la revista publica los comunicados de la asociación sin siquiera editarlos.
Todas estas redadas fueron inútiles, y no hicieron más que envalentonar a los piratas y a sus clientes. “Abraxas”, uno de los puesteros del Rastro, dice que “no había ninguna ley en la que basarse… era un método coactivo, de fuerza bruta contra chicos de veinte años”. Y la industria tampoco se acabó. Todo lo contrario. Se fundaron nuevos estudios y se empleó más gente. La piratería, sin embargo, seguía siendo la piedra en el zapato de la industria. Hasta que Pastor tuvo una mejor idea.
El 29 de enero de 1987, ERBE convoca a una rueda de prensa en la que anuncia un nuevo valor base para todos sus productos: 875 pesetas. Unos seis dólares, empezando desde el 1 de marzo de ese año, exactamente 12 meses después de la redada en el “Rastro”. “Se llegó a un punto y salió el precio mágico” dice Pablo Ruiz de Dinamic, el estudio que más perduró de esta era de oro, “a 875 pesetas lo prefiero original aunque lo tenga pirata.”
Microhobby, por su parte, celebró la medida en su número 116: “La piratería, por supuesto, seguirá existiendo, pero con una incidencia sensiblemente inferior.” Con el cambio de discurso de la industria, cambió el de los medios. De la criminalización y el mercado de lágrimas a un dilema simplemente comercial.
La industria española floreció durante tres o cuatro años, hasta colapsar bajo el peso de conflictos que tuvieron poco que ver con los precios o la piratería. Pero esta pequeña anécdota con final (temporalmente) feliz de la historia del gaming se repite con variantes en el resto de Europa, Estados Unidos y hasta Japón.
La Culpa (es) del Pirata
Si la (poco documentada) proyección de Pastor era correcta, el 80 por ciento de los consumidores españoles de software eran piratas. Por lo tanto, también eran piratas el 80 por ciento de los potenciales lectores de medios especializados. Para MicroHobby y sus clientes era importante resaltar la posición anti-piratería del medio. Sin acusar al lector, se jugaba con la culpa de forma indirecta.
Desde 1987 hasta 1993 el legendario fundador de la GDC Chris Crawford editó el Journal of Computer Game Design, una newsletter periódica dedicada a cuestiones artísticas y técnicas de diseño de videojuegos. El número de enero de 1990 es particularmente memorable por incluir “Why Adventure Games Suck” (“Por Qué los Juegos de Aventura Apestan”), una especie de decálogo de diseño de aventuras gráficas escrito por Ron Gilbert (The Secret of Monkey Island), que hasta el día de hoy se considera un antes y después en el género.
Pero el artículo que hoy llama la atención tiene el título de “Are You a Crook?” o “¿Sos un Ladrón?”. El autor es un tal Richard Mulligan, que no era diseñador ni periodista sino product manager del área de gaming del servicio en línea GEnie de General Electric, una colección de foros y juegos en línea pre-Internet.
El artículo es una diatriba antipiratería que postula que los verdaderos piratas que están destruyendo el gaming no son los vendedores de software ilegal (de los equivalentes del “Rastro”) sino los mismos usuarios, y sugiere que toda campaña antipiratería apunte directamente al consumidor.
No parece un artículo escrito para la comunidad de diseñadores, sino para la industria y el público general. Por eso no es raro que poco después fuera destacado en el número 70 de Computer Gaming World, otra revista que no perdía oportunidad de pontificar contra las copias ilegales de software.
El resumen de CGW destaca una frase que Mulligan atribuye al diseñador Ralph Bossom, del estudio de wargames Avalon Hill: “gente que no se robaría una barrita de chocolate en un kiosco piratea sin problemas. Tenemos que redefinir el acto de la ‘piratería’ y volver a cargarlo de culpa.” Parece una premonición de las campañas “no te robarías un auto” de mediados de los ‘90.
CGW reduce el artículo de Mulligan a su base lógica: la piratería está mal porque está moralmente mal, pero también perjudica al consumidor porque hace que aumente el precio de los juegos: “la próxima vez que le copies un juego a un amigo, pensá que subiste el precio del próximo juego original uno o dos centavos.”
Es un argumento infantil, que los editores de la revista no sólo no cuestionan sino que destacan por sobre otros textos de esa misma entrega del Journal.
Y es que la piratería es una obsesión de esta revista, que siempre tuvo una relación muy cercana con el lado artístico y comercial de la industria. El primer artículo sobre el tema, con el nombre rimbombante de “Piratería: Matando a la Hidra” es de Roe Adams III, salió en 1982 y da la sensación de estar reescrito mil veces, ya que se contradice en cada párrafo.
Adams compara la paranoia corporativa con el “temor rojo” del macartismo de los años ‘50, y postula que se refleja en métodos bizantinos de protección de copia. “En una industria normal”, escribe, “cuando la base de usuarios aumenta de forma exponencial, los precios bajan. En la industria del software pasó lo contrario. En los últimos años, los juegos subieron de 20 dólares a 40-50.”
Pero Adams no desarrolla ese argumento. Repite los augurios nefastos para la industria, dice que el problema son los piratas organizados y no la piratería casual, y a pesar de que dedica la mitad de su artículo a las medidas que están tomando distribuidores como Infocom para asistir al FBI (!) con posibles redadas anti piratería, termina en una nota positiva: siete de los juegos más vendidos de PC de 1982 no tenían protección de copia.
En los ‘80 los abanderados de este fervor antipiratería eran los mismos desarrolladores y CEOs de estudios de videojuegos. Pero años después, varios admiten que la paranoia de la época era una exageración.
Sid Meier (Pirates!, Civilization) habla de la piratería en sus recién publicadas memorias, y aunque expresa su rechazo a los que hacían de la copia ilegal de software un negocio, admite que “en mi juventud copié de forma casual mucho software. Tenía mi propia pata de palo. Hay un argumento ligero que los juegos pirateados son publicidad para usuarios que quizás no los comprarían. Compré más de una vez juegos que había probado piratas y no hubiese aprendido tanto de programación sin tanto acceso a código real y sin encriptar.”
Historiadores como Frank Cifaldi y el francés Bertrand Brocard dicen que, irónicamente, la piratería es lo que permite que exista un archivo de los juegos de esa época. Brocard, en una entrevista para el libro Epopée, dice que “la única razón por la que tenemos las películas mudas de George Melies (Viaje a la Luna) es gracias a versiones copiadas de forma ilegal en Estados Unidos. Las empresas se preocupan por su propiedad intelectual, pero no por guardar estos registros para el futuro.”
Ihor Wolosenko (Synapse), del que hablé en profundidad hace unos meses, tiene su propia teoría sobre la piratería en los ‘80.
“En lo que a mí respecta, la gente que iba a comprar iba a comprar, y la gente que no iba a comprar, lo iba a robar. Quizás un pequeño porcentaje iba a terminar comprándolo. La actitud interna era laissez-faire aunque en público nos gustaba protestar. La realidad es que la piratería funcionaba un poco como una plataforma cerrada. Si probabas los juegos más caros en versión pirata, no ibas a probar las versiones más baratas, y tarde o temprano ibas a terminar comprando el original. En la industria, nadie se iba a dormir con hambre.”
La industria no colapsó, pero la piratería siguió siendo uno de los grandes temas de CGW. Casi 20 años después, en el número 191 de la misma revista (junio de 2000) el editor George Jones tuvo que pedir disculpas por publicar en una nota el URL de un sitio que ofrecía archivos ejecutables hackeados para correr juegos viejos en equipos modernos. El mismo hábito que Cifaldi y Brocard hoy reconocen como esencial para mantener viva la historia del medio.
La piratería seguía siendo un tabú. Su efecto en la industria no podía ser cuestionado.
La Guerra de los Usados
En 2012, el CEO de Ubisoft Yves Guillemot declaró que el 93-95 por ciento de los usuarios de versiones de PC de sus juegos eran piratas. La enorme mayoría de la prensa (como GameSpot, sitio heredero de Computer Gaming World) replicó los dichos del CEO sin mucho análisis. Pero ya había cierta resistencia.
Entre otros medios independientes, Rock Paper Shotgun remarcó el mal hábito de la industria de culpar al consumidor de sus problemas, y el analista Matt Smith de Intel demostró con cifras duras que la piratería en PC había descendido en los años posteriores al lanzamiento de Steam. Dos semanas después, un relacionista público de Ubisoft salió a desestimar los comentarios del CEO. Pero Guillemot, claro, no se retractó.
En 2012 las declaraciones de Guillemot sonaban un poco anacrónicas. Al fin y al cabo, la retórica antipiratería de la industria se había vuelto menos estridente a lo largo de esa década. El gran enemigo de la industria, el que podía terminar con TUS juegos favoritos, era uno nuevo: la compra no regulada de videojuegos usados.
En 1998 varios estudios japoneses empezaron a pegar un sticker en las cajas de sus nuevos lanzamientos con el logo de “NO RESALE” (“no revender”). En los manuales aparecía una breve explicación que decía que la reventa rompía los términos y condiciones de la compra. Pero no había una ley que dijera eso. No existía jurisprudencia. Era una jugada de la CESA (asociación de la industria del software, la ANEXO japonesa), entre la campaña y la amenaza al consumidor.
Un año después, un local de juegos de Osaka que ignoró el sticker y revendió los juegos igual recibió una carta documento de la CESA. Decidió demandar a la organización, y ganó. La CESA no se amedrentó y publicó en todos los medios especializados una carta declarando (una vez más) que la industria estaba en peligro, y que iba a llevar el caso hasta la Corte Suprema. Lo hicieron. Volvieron a perder. En 2002 la CESA se vio obligada a retirar el sticker.
¿Por qué los medios japoneses publicaron el sticker y la carta sin cuestionamiento? Quizás porque Famitsu y Dengeki, las revistas más vendidas de ese momento, eran propiedad de las corporaciones ASCII y MediaWorks… las dos miembros de CESA.
En Occidente parece difícil imaginar una estrategia tan descarada, pero durante años varios estudios intentaron pelear contra la reventa con el “Online Pass”, un código que venía con el juego y ataba el juego en línea a una única cuenta. Si uno compraba, por ejemplo, el nuevo FIFA usado, iba a tener que pagar 10 dólares a EA por un nuevo código. El anterior había quedado atado a la cuenta del usuario que lo revendió.
Fue una práctica, como mínimo, poco popular. No hizo que la industria dejase de implementarla, ni que la prensa deje de militarla.
El argumento de ejecutivos y desarrolladores como David Braben (Elite) era que el “preowned” estaba matando al gaming single-player. Denis Dyack de Silicon Knights iba más allá, y decía que los juegos ya no tenían “cola” de ventas por la proliferación de los usados, y por eso se veían obligados a vender más caro. Por lo tanto, argumentaba Justin Richmond (Uncharted 3), el Online Pass daba al jugador la posibilidad de demostrar cuánto amaba a la empresa y al juego: “Tenemos que pagar por los servers (...) Si comprás un juego usado, para nosotros solo significa costo.”
El texto es distinto, la estrategia es la misma.
La industria que VOS amás está en peligro. Es TU responsabilidad salvarla.
Un argumento más convincente que el “no te robarías un auto”, porque hace sentir poderoso al consumidor, casi como una evolución de la culpa que Mulligan planteaba en su artículo de 1990. Ya no dicen que estás matando a la industria, sino que “se está muriendo” y te necesita. Cómo Mario y su princesa.
Y como la princesa de Mario, la industria siempre está en otro castillo.
El Dragón de 70 Dólares
En 2021 son pocos los estudios que hablan de piratería. Los juegos usados tampoco son un verdadero problema en la era digital. 2020 fue el mejor año de la historia de la industria de los videojuegos. Nunca se jugaron tantos juegos como ahora. Nunca hubo tanto público, tantos géneros, tantas alternativas.
Pero la industria, parece, está muriendo una vez más.
¿Qué es lo que está matando a la industria hoy? El precio de los juegos. 60 dólares era demasiado poco, y el lanzamiento de las nuevas consolas fue una gran oportunidad para aumentarlo a 70. La razón, esta vez, parece ser el costo creciente del desarrollo de juegos, como declaró en una entrevista de la que se hicieron eco varios medios Shawn Layden, ex CEO de Sony.
En un argumento tan endeble como los de Guillemot de 2012, pero la prensa especializada parece menos interesada en discutirlos que aquella vez, y ni siquiera se esfuerza en contrastarlos con la excelente salud de la industria del gaming.
Sitios como Ars Technica, por ejemplo, dicen que si tomamos en cuenta la inflación, los juegos de 70 dólares de hoy son más baratos que los de la era de PlayStation 3 (el último gran aumento). Polygon acepta que el aumento es inevitable, pero sugiere que no es necesariamente malo.
El argumento del presupuesto es especialmente deshonesto, porque parece diseñado para manipular los intereses de la prensa actual. Los medios especializados más importantes de Estados Unidos y Europa se han manifestado contra la explotación laboral (el “crunch”) de los grandes estudios. Y aunque la lógica parece indicar que a mayores ingresos la industria podría invertir más en desarrollo, estas prácticas están completamente desconectadas de lo económico.
El crunch existe desde siempre en proyectos grandes, chicos y medianos, casi como una cultura dentro de la industria. No hay razón para creer que con mayores presupuestos se va a reducir esa presión.
Celebrando los 20 años del lanzamiento de Tomb Raider (1996) el equipo aprovechó para contar las pésimas condiciones laborales que los obligaron a pasar varias noches sin dormir en los últimos meses del desarrollo. Eran 25 empleados para un juego que vendió más de 8 millones de unidades a 50 dólares cada una.
Dos décadas después el juego emblemático del “crunch” es Red Dead Redemption 2 (2018), candidato al más caro de todos los tiempos (Venture Beat, lo proyecta en 170 millones de dólares). Pero en mayo de 2020 llevaba vendidas 31 millones de unidades. Y sigue vendiendo.
El costo de desarrollo no es prohibitivo, ni lo va a ser aunque se duplique el presupuesto de un Red Dead 2. Lo que se reduce son los márgenes, la proyección de ganancias a futuro, y por lo tanto el atractivo de una empresa en el mercado de valores. Sony nunca va a dejar de generar dinero. Pero la misión no es tener ingresos, sino que los ingresos no paren de crecer. Hablar de presupuestos parece un mal chiste. Se simula proteger a los desarrolladores cuando el único propósito es escudar a los accionistas.
Por supuesto, hay medios que evitan “militar el ajuste”. Pero periodistas y comunidades que en otro momento hubiesen denunciado estas prácticas parecen estar entre la espada y la pared ya que en los últimos años cualquier crítica a la industria parece dar argumentos a una comunidad volátil, propensa a las campañas de acoso que suelen apuntar a desarrolladoras mujeres (Guillemot, parece, no tiene Twitter).
Pero este grupo reducido de misóginos y fascistas que orgullosamente se hace llamar “gamers” no refleja al total de los jugadores. Tanto como los medios que no hacen otra cosa que replicar gacetillas y citar ejecutivos sin cuestionarlos no representan al total de la prensa.
La relación entre los medios de gaming y sus lectores es tan difícil como la de la prensa deportiva. No es algo que pase en cine y series, en tecnología, ni siquiera en farándula, y no es una coincidencia que la audiencia más conflictiva de la prensa de videojuegos sea la misma que define su identidad a través de un juego, una plataforma, o una empresa.
El marketing de la industria del gaming está diseñado para manipular al vulnerable. Al que necesita pertenecer a algo más grande para sentirse completo. Y eso se aplica tanto a la comunidad como a la prensa.
Un consumidor se convierte en recluta. Un periodista se convierte en relacionista público.
La única forma de volver a empezar una conversación entre la prensa y sus lectores es volver a dar la espalda a la industria, dejar de apelar a la identidad “gamer”, y abandonar la infantilización de la audiencia a la que se trató de ladrones, llorones y estúpidos durante cuatro décadas.
DATA EXTRA: Parece que todos los meses sale un nuevo libro que echa luz sobre los misterios del inicio de la industria. La redada en El Rastro y el impacto de la piratería en el joven gaming español está muy bien narrada por Jaume Esteve Gutiérrez en el segundo tomo de Ocho Quilates, la historia de la Edad de Oro del software ibérico. Las memorias de Sid Meier (que vengo citando hace varios articulos) son esenciales para cualquiera que busque entender la evolución del mercado de las computadoras personales. El sitio de Chris Crawford es una especie de autobiografía viviente, y aparte de tener todos los números del Journal of Game Design, tiene cada entrega de su sucesor Interactive Entertainment Game Design, que demuesrta su alejamiento de lo técnico y lo comercial para pensar en diseño “puro”.
Entre 2007 y 2014 la propia prensa de videojuegos examinó su rol y la relación endogámica con la industria. El despido de Jeff Gerstmann de GameSpot en 2007 fue repudiado por toda la comunidad periodística, y el “Doritosgate” de 2012 mostró la forma en la que los departamentos de marketing manipulaban abiertamente a miembros de la prensa. Hay artículos excelentes sobre el tema de Leigh Alexander (antes y después), John Walker y Jim Sterling.
Este tipo de artículos dejaron de salir por la misma razón por la que se evita criticar directamente a la industria. En 2014, la campaña organizada de acoso GamerGate declaró una guerra ideológica contra el progresismo en la prensa y la industria, disfrazando su estrategia con la falacia de que buscaban “infracciones a la ética en el periodismo de videojuegos.” La ironía es que ese cuestionamiento se estaba dando de forma natural en el medio, pero hoy cualquiera que busque investigarlo desiste con tal de no darle material al lado más tóxico de la comunidad.
Aunque la decisión es comprensible, los efectos secundarios son dañinos para el medio, en especial cuando se barre bajo la alfombra cualquier cuestionamiento al periodismo. El caso de Nathalie Lawhead, que hace un año pide a Kotaku que edite un artículo que habla de una experiencia de abuso, podría volver a poner en perspectiva a la prensa. Es interesante leer el pedido de responsabilidad de Lawhead a Kotaku en contraste con un análisis de su ex-editor Stephen Totilo sobre el “Doritosgate” de 2012. No se puede tener una prensa sana sin capacidad de autocrítica.